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Las vaquitas son ajenas

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Las vaquitas son ajenas

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Las principales gremiales del agro intentan hacer pasar por solidaridad una iniciativa solventada con dinero ajeno y hecha posible por la actitud complaciente del gobierno.

EDITORIAL

Cuando las sociedades atraviesan sus momentos más dramáticos, siempre afloran las facetas solidarias y altruistas junto a su contracara desgraciada, cargada de egoísmo, soberbia y falsedad.

De la primera de ellas vemos cada día señales claras, en las que los trabajadores y organizaciones sindicales y sociales han entregado su esfuerzo comprometido para desplegar, al máximo posible, una red amplia de trabajo solidario de atención a los uruguayos más golpeados por la crisis.

Pero nunca hemos apreciado una tan clara demostración de la segunda cara: la que se caracteriza por la pérdida de valores fundamentales de la condición humana, como la traslucen las expresiones de sectores que se atribuyen la representación de los productores agropecuarios.

Cuando el ministro de Ganadería y exdirigente de las gremiales agropecuarias, anunció «un aporte espontáneo del sector agropecuario», que «donaría 100 millones de dólares al Fondo Coronavirus», tanto fuentes gubernamentales como medios de prensa brindaron elogios a tan altruista iniciativa, sin reparar en los contenidos concretos de la contribución propuesta.

Debieron pasar algunos días para que comenzaran a surgir las primeras reflexiones cuestionadoras del  propio carácter de donación, tomando en cuenta su contenido. Al analizarlo, quedó en evidencia que el 60 % de la iniciativa no tenía ningún componente solidario, sino que apuntaba a redireccionar fondos públicos que se generan parcialmente desde el sector agropecuario.

Tanto los 40 millones de dólares provenientes del Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias (INIA) como los 20 millones del Instituto Nacional de Carnes (INAC), son recursos que incluyen, además de las cargas tributarias ya existentes en el sector, aportes de toda la sociedad desde rentas generales. También contienen el producido de  impuestos a la exportación y venta en el mercado interno de la carne. 

Más llamativo aún resulta el hecho de que las gremiales agropecuarias se atribuyan donar aquello sobre lo que ni siquiera tienen potestad de disponer, ya que tanto el INIA como el INAC son entidades de carácter público. Dada esta condición, se requiere que los representantes del Poder Ejecutivo impulsen primero la iniciativa en sus directorios, y que luego —mediante una ley— sea consagrada la propuesta violatoria de los cometidos específicos de estos organismos. Como resultado de este intrincado proceso queda claro que las organizaciones del agro están donando dinero ajeno, sobre el cual no tienen autoridad para decidir su destino. 

Merecería todo un espacio de reflexión el desmantelamiento presupuestal con que se dañará a estos institutos, cuya función de investigación y apoyo a la producción permite el acceso a tecnologías y conocimiento a pequeños y medianos productores. Todo ello sin olvidar que también han servido como sustento para la mejora de la competitividad. Dirigir sus fondos a otros fines implicaría que solo los grandes empresarios del campo puedan acceder al conocimiento que la realidad productiva requiere, y promover una mayor concentración de la riqueza dentro del propio agro.

El resto de la supuesta donación —sobre la cual diversos técnicos han planteado discrepancias con el monto anunciado por las gremiales y el gobierno— surge de una posible renuncia a los créditos fiscales generados por el impuesto municipal que grava con un 1 % las ventas de ganado. Por sus características estos créditos representan un subsidio que recibe el sector para el pago de impuestos y no significan necesariamente un costo para los productores. Ello se debe a que estos tienen un período de cuatro años para su aplicación, circunstancia que les permite continuar utilizando créditos generados en años anteriores; un dato que hace aún más cuestionable el real monto de la contribución.

Debemos agregar al análisis el hecho de que, paralelamente, se aplican medidas beneficiosas para las empresas agropecuarias, como la postergación de obligaciones impositivas, líneas de crédito blandas para atender su funcionamiento y una devaluación del 10 % del peso frente al dólar, que mejoró sustancialmente los ingresos del sector. Habida cuenta de ello, no debería plantearse como un enorme gesto solidario la renuncia a subsidios que podrían llegar hasta un máximo del 1 % de los ingresos por ventas de ganado.

Pero ni siquiera esta iniciativa —adornada por un engañoso marketing solidario—  obtuvo consenso al interior de los representantes agropecuarios. Más bien fue la ocasión para que aflorara nuevamente la voz del movimiento de autoconvocados. En una declaración pública estos rechazaron que las gremiales «dictaminen y obliguen al conjunto de productores rurales del Uruguay a ser obligatoriamente solidarios, determinando cómo, cuándo, con quién y por cuánto tiempo deben serlo».

Este agrupamiento —que ostenta sin merecerlo el autoproclamado nombre de Un Solo Uruguay— expresó su rechazo al aporte propuesto, afirmando que «la solidaridad es casi un acto de fe y por lo tanto es individual». Una definición absolutamente contraria a los principios fundamentales que sustentan la existencia misma de una sociedad. Se trata de una expresión de corporativismo absoluto, que da la espalda a cientos de miles de uruguayos quienes han visto reducidos sus ingresos por la pérdida total o parcial del empleo, o por impuestos directos sobre sus ingresos y actividad. Dan la espalda a la emergencia sanitaria y a todos sus impactos al grito de que «la libertad individual es innegociable»: una verdadera apología de la mezquindad.

La inmensa mayoría de los uruguayos asumió con solidaridad verdadera la respuesta a los dilemas ocasionados por esta pandemia; entretanto, los representantes del sector agropecuario han adoptado un vergonzoso papel cargado de mentiras y reclamos corporativos.

Mientras trabajadores, pequeños empresarios y jubilados —con verdadera responsabilidad y mesura— afrontan la mayor crisis del empleo y la caída de las condiciones de vida que ella ha provocado, las corporaciones canjean con un gobierno complaciente el impuesto que merecen por una pretendida «solidaridad».

Estamos frente a una muy mala señal. Seguramente ella no representa a la inmensa mayoría de los uruguayos que, día tras día, soportan las exigencias de esta crisis, tanto en el campo como en la ciudad.